Manuel Miranda / Canarias Decolonial

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La memoria y el recuerdo siguen vivos más de 80 años después de la aparición del cuerpo mutilado y sin vida del artillero británico John Lee. La Segunda Guerra Mundial asolaba el planeta y este joven de 22 años, natural de Glasgow, dio su vida en la lucha con la sobra de la tiranía. Desde 1943, sus restos descansan en un rincón del cementerio municipal de Villa de Mazo, rincón que, como sabemos, es de propiedad británica desde 1951, después de ser adquirido por un valor de 100 pesetas.
Varios han sido los homenajes que se le han hecho al soldado, como el que se produjo en 2018, por el 75 aniversario de la aparición del cuerpo sin vida del soldado. El emotivo acto contó con la presencia del embajador del Reino Unido en España, Simon Manley, junto a la cónsul Charmaine Arbouin y la vicecónsul Helen Díaz de Arcaya Keating.
La alcaldesa del municipio de Villa de Mazo, Goretti Pérez Corujo, expresa que “John Lee ha acabado formando parte de la historia de Villa de Mazo, convirtiéndose en uno más de los inquilinos reconocidos y queridos del cementerio de San Blas. La forma en la que apareció en la playa, mutilado, provocó una pena aún mayor en los habitantes de nuestro municipio. Es realmente emotivo y hermoso que, desde entonces, su tumba siempre esté rodeada de flores”.
El historiador Óscar Fumero y autor del libro » El soldado John Lee y Villa de Mazo» , tras desentrañar las claves históricas de los días previos a la muerte del soldado, recuerda que “el convoy SL 125, en el que iba John, fue interceptado por submarinos alemanes al oeste de las Islas Canarias. Fueron días de agonía y desesperación. Muchas vidas perdidas”. Pero para el investigador “faltaba algo. Necesitaba saber algo más que un nombre y un número de soldado. Quería poner cara a John, saber en qué barco iba, conocer a su familia, así que, seguí buscando”. El gobierno británico movilizó los recursos a su disposición para buscar a la familia del soldado pero no resultaría nada fácil, dado que el apellido Lee es muy común. “Fueron horas, días, meses de búsqueda, hasta que encontré en un foro de soldados caídos, la lápida familiar que el padre de John erigió en su memoria. En ella, además de los datos del soldado, estaban los datos de defunción de Martha y Henry, sus padres, y los de su hermana Agnes, que había fallecido con tan sólo 16 años. Lo puse en conocimiento de la cónsul Charmeine Arbouin y a partir de ahí todo fue más fácil.” Finalmente el esperado reencuentro se producirá después de 80 años.
Actos y momentos como el que se ha producido este viernes emocionan y sirven para recordar, honrar y dar las gracias a aquellos que sacrificaron tanto en nuestro nombre. Unos padres que pierden a su hijo sin ni siquiera poder tener el consuelo de darle sepultura, de tenerlo cerca para llevarle flores a su tumba. De eso ya se encargaron los macenses. Según Mary, su abuela le contó cuando era muy jovencita que intentó venir a verlo, pero nunca pudo. Por fin, a John le ha puesto flores su propia familia y se ha sentido un poco más cerca de casa. La vida nos depara en ocasiones historias curiosas, difíciles o extremas como esta. Historias que encierran luego una enseñanza y que debemos dar a conocer, pues “quien no conoce la historia está condenado a repetir sus errores”.
Canarias y su Memoria Histórica
Cuando los pescadores de Villa de Mazo encontraron el cuerpo del soldado John Lee flotando en el mar en 1943, no lo hicieron desde la inocencia de un hallazgo fortuito, sino desde un miedo antiguo y reciente que ya habitaba en sus manos y en sus silencios. Venían de años en los que el mar, que siempre había sido sustento y horizonte, se había convertido también en tumba y amenaza. Tras la Guerra Civil, la represión franquista en La Palma había hecho desaparecer a muchos vecinos en esas mismas aguas, hombres arrojados al océano sin nombre ni despedida, borrados de la vida y de la memoria oficial. Por eso, cuando el mar devolvió aquel cuerpo extranjero, los pescadores debieron sentir un estremecimiento que no tenía que ver con la Segunda Guerra Mundial, sino con su propia historia reciente. Sabían que un cadáver en el agua nunca era solo un cadáver: podía ser un mensaje, un peligro, una sombra que volvía para recordar lo que no se podía decir. El miedo no era solo a la muerte, sino a las consecuencias de encontrarla. En una isla donde tantos habían desaparecido sin dejar rastro, toparse con un cuerpo podía significar preguntas incómodas, sospechas injustas o la simple reactivación de un dolor que todos habían aprendido a callar.
La llegada del cadáver también puso en evidencia una contradicción que la comunidad tardaría años en verbalizar: mientras tantos palmeros desaparecidos seguían sin tumba ni nombre, aquel soldado británico acabaría recibiendo un entierro digno, una lápida, un espacio propio en el cementerio de Villa de Mazo. No por privilegio, sino por la lógica de una guerra que, aun siendo ajena, traía consigo protocolos, embajadas y responsabilidades diplomáticas. Sin embargo, esa diferencia marcó una herida simbólica. El mar devolvía a un extranjero, pero seguía ocultando a los hijos de la isla. La memoria oficial se organizaba en torno a un visitante muerto, mientras la memoria local seguía llena de ausencias sin resolver.
Con el paso de los años, la tumba de John Lee se convirtió en un pequeño punto de encuentro entre historias que nunca debieron cruzarse: la de un joven artillero que murió lejos de casa y la de una comunidad que había aprendido a convivir con el miedo y el silencio. Los vecinos cuidaron su sepultura con una mezcla de respeto y melancolía, como si en ese gesto también honraran, de forma indirecta, a los que nunca pudieron enterrar. Cuando décadas después su sobrina viajó desde Escocia para visitar la tumba, encontró no solo el rastro de su tío, sino el eco de una isla que había cargado con su memoria en silencio.
Hoy, más de ochenta años después, la tumba del soldado John Lee sigue en pie, cuidada por manos anónimas que nunca lo conocieron pero que entendieron que ningún muerto merece el abandono. Ese gesto contrasta dolorosamente con la suerte de tantos palmeros cuyos cuerpos jamás fueron recuperados, cuyos nombres aún no figuran en ningún registro oficial, cuyas familias continúan esperando un reconocimiento que no llega. La Ley de Memoria Histórica, aprobada con la promesa de reparar injusticias y dignificar a las víctimas, sigue siendo en demasiados lugares un texto dormido, aplicado a medias, interpretado con desgana o directamente ignorado. Y en Canarias, donde el mar fue fosa y frontera, así como simas, barrancos, montes y jameos, y dónde esa dejadez pesa aún más.
Las familias de los desaparecidos han tenido que cargar con un duelo sin cuerpo, sin verdad y sin justicia. Han sido doblemente victimizadas: primero por la violencia que les arrebató a sus seres queridos, y después por el silencio institucional que les negó el derecho básico a la memoria. Mientras tanto, la tumba del soldado británico —un joven que murió lejos de su hogar, pero que encontró aquí un lugar donde ser recordado— se convierte en un recordatorio incómodo de lo que sí podría hacerse y no se hace. No es una comparación para restar valor a su historia, sino para subrayar la contradicción: un extranjero recibe dignidad en la muerte, mientras tantos isleños siguen sin ella.
Quizá por eso la figura de John Lee, sin proponérselo, interpela a la conciencia colectiva. Su presencia en Villa de Mazo nos obliga a mirar de frente lo que aún falta por reparar. Nos recuerda que la memoria no es un gesto simbólico, sino un acto de justicia. Y que mientras las instituciones continúen mirando hacia otro lado, serán los vecinos, las familias y la comunidad quienes sostengan la dignidad que el Estado no garantiza. La historia del soldado Lee no solo habla del pasado; señala con claridad lo que todavía está pendiente. Porque un país que no honra a sus muertos —a todos sus muertos— sigue siendo un país que no ha terminado de contarse la verdad.
«La momeria oficial honra al extranjero, mientras la memoria local está llena de silencios, negaciones y desprecio por los desaparecidos, asesinados y represaliados de una guerra que no hubo en Canarias, pero si se cebó en ellas la represión fascista del franquismo»
Concluir como las asociaciones de memoria histórica en Canarias siguen bregando para dignificar la memoria de las victimas del genocidio fascista durante y después de la guerra de 1936, y que en canarias solo hubo un bando: el de los represores de la falange, militares y guardia civil. Uno de estos bregadores es el prolífico Francisco González Tejera, escritor, artículista, investigador y activista social. Nacido de una familia diezmada y perseguida por la barbarie fascista como consecuencia de su filiación de izquierdas y su adhesión republicana. Su tío Braulio, con apenas unos meses de vida, fue brutalmente asesinado por un falangista que lo arrancó de la cuna donde dormía. La misma suerte corrió su padre, Francisco Gonzalez Santana, abuelo del escritor y activista, que es fundador presidente de la Agrupación de Familiares Fosa Común del cementerio de Vegueta-LPGC. Además, Francisco González Tejera es uno de los fundadores de la Asociación de memoria Democrática de Braulio González, Memoria por el Niño Braulio.
Francisco Gonzales Tejera lleva más de treinta años recogiendo testimonios de víctimas del fascismo franquista en las Islas y publicando libros para mantener viva su memoria. Autor de la trilogía » Crónica del genocidio fascista en las islas Canarias»:
- Tormenta en la memoria (2015). Presentado como prueba de la querella en argentina ante los desaparecidos, crimenes y represión franquista en Canarias.
- Semillas de memoria (2017).
- El viento más rebelde (2019). Con el que cierra la trilogía.
Otros libros:
- Fragmentos de rebelión (2021).
- Señales del alba (2022).
- Los barrancos del silencio (2025).
Para más información El blog de Francisco González Tejera es:
https://viajandoentrelatormenta.com/
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